Las Lomas de San Isidro sesenta y cinco años atrás
 
"Casi a fines de la década del cuarenta, vivíamos en Acassuso, una estación tan poco poblada que muchos trenes pasaban de largo. Fue por esa época que papá decidió comprar tierra en Las Lomas de San Isidro. Era campo, algunos alambrados, vacas pastando y barro, mucho barro, quintas grandes, casas aisladas y uno que otro rancho a la sombra de árboles torcidos por el viento sin reparo. El pavimento de Diego Palma se agotaba a la altura del 2400, lo que continuaba rumbo al San Isidro Golf, era un lodazal sinuoso de unos cuatrocientos metros y que desembocaba en Juan Segundo Fernández. Mi padre compró media manzana, pagó 80 centavos la vara.
"Papá se había enamorado de Las Lomas varios años antes, cuando me llevaban en bicicleta a hacer picnic y a pasar el día, buscando alivio para mi tos convulsa. Decían que allí, el aire era más puro debido a la altura.
"En los inviernos del '46 y '47, sobre un plano de tela milimetrada, íbamos marcando los lugares exactos donde se plantarían los árboles. El Cedro azul, junto al portón, el Lapacho traído de Corrientes a la cabecera de la pileta, el Alcanforero... y el Aromo cerca de la puerta-ventana del living, elegido por ser una planta de raíces no invasoras y de humildes flores amarillas.
"La primera vez que fuimos a ver el terreno llegamos en auto hasta la esquina de Diego Palma y el barro. Allí nuestras botas de goma fueron haciendo las primeras huellas sobre esos ciento cincuenta metros hasta el lote, mientras se nos llenaban los ojos con el verde de la alfalfa y el azul de sus flores, que lo cubría todo.
"Hacia fines del '49 la casa llegó y ocupó su lugar. Papá se había ocupado de que gente conocida comprara terrenos para ir formando el barrio. Cuando nosotros llegamos había pocos vecinos. Los más cercanos eran unos que tenían una quinta de flores y verduras que ocupaban varias manzanas. Desde allí nos llegaba el sonido de la noria, que era nuestra música de fondo. Para el otro lado, hacia Diego Palma, en medio de una fracción grande de tierra, se erguía majestuoso, el humilde rancho de Ceferino Díaz, custodiado desde la esquina por el aguaribay, que según nos contaba don Ceferino había plantado su abuelo. Fue en ese preciso árbol donde papá puso un cartel
que decía Santa María. Por años, los carteros, taxistas y vecinos, conocieron a nuestra calle por ese nombre. Hasta que un día apareció una autoridad y lo cambió. Pasó a llamarse Esnaola. Así, de a poco sigilosamente se nos fue colando la civilización. Con decirles que hasta se abrieron las calles. No hablo de pavimento ni de Macadám, pero tuvimos un barro un poco más parejito. Hubo una época en que para poder transitar nuestra calle, comprábamos deshechos de una fábrica de loza y los desparramábamos sobre la tierra.
"El señor Williams, papi, dad, Alex o como prefieran llamarlo, no era de muchas palabras ni grandes teorías. Sin que nos diéramos cuenta, él nos enseñó lo que significaba el compromiso de la palabra empeñada y que la verdad y la mentira no tienen tamaño, son simplemente verdad o mentira. También nos legó la capacidad de distinguir con claridad, la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto. Este tipo de herencia no se agota ni pasa de moda. Era hijo de ingleses, piel blanca, ojos azules, ciertas redondeces y una pulcritud en el vestir que le duró todo el tiempo que hizo falta.
"Siempre nos manejamos con el coche con chofer que le brindaba la empresa. A propósito de chofer, déjenme que les cuente del señor aquél de apellido francés que era un apasionado por la caza. Este hombre no podía creer lo que veía, cuando alguna perdiz se nos cruzaba, o cuando una liebre quedaba inmóvil en medio del pavimento de Diego Palma, encandilada por los faros. Un día se animó y le pidió permiso a papá para traer su escopeta. No recuerdo que haya cazado algo, lo que sí me quedó grabado para siempre, fueron sus frenadas repentinas, cuando nos abandonaba para salir corriendo detrás de alguna presa que no lograba apresar.
"Les dije, así como al pasar, que había sido muy pulcro en el vestir. Eso fue hasta que se jubiló. Entonces cambió sus trajes, sus cuellos duros y su pipa, por bombachas de gaucho, boina y toscano, ¿alguien recuerda los Avanti?
"Hace unos cuantos párrafos les contaba que para fines del '49 la casa ya estaba lista. Nos mudamos en los primeros días de 1950, Año del Libertador General San Martín. A fin de mantenerme ocupada, mamá organizó un colegio en casa. Para ello se compró una prefabricada de dos ambientes, se habilitó el cuarto de servicio, y lo que había sido un rancho, se convirtió en aula. Yo era maestra de inglés, y si hubiera sido un poco más lista, tal vez hoy sería rica. Los alumnos en su mayoría eran de los alrededores, aunque algunos venían con las maestras desde Boulogne y San Isidro.
"Para solucionar el tema del transporte escolar, compramos un sulky y una yegua. Cada mañana, antes de las ocho, yo debía buscar a alumnos y maestras en las dos paradas de colectivos. Cada mañana se repetía la escena del recule. Eran los días en que estaban de moda la escarcha y los sabañones. Yo debía salir de debajo de mi edredón de plumas y armar el sulky con las cadenas heladas, el arnés congelado y la yegua empacada. Después de no recuerdo cuánto tiempo, papá pudo comprar un Rastrojero, vehículo utilitario de fabricación nacional. En la cabina trasera colocamos dos bancos largos donde se acomodaban lo mejor que podían las maestras y los chicos. La Escuelita de Las Lomas dejó su huella en la historia del lugar.
"Nuestro noviazgo siguió navegando rumbo a un casamiento que no se podía concretar porque no teníamos dónde vivir. Hasta que papá nos ofreció el lote de al lado de casa, que daba sobre Don Bosco. Se construyó una casita de dos dormitorios y dependencias que supuestamente era para toda la vida. Lo que no sospechábamos entonces, era que tendríamos seis hijos. En contraposición con mi casa de soltera, la casita pasó a ser La Casa Chica, y la de mis padres: La Casa Grande.
"En el año 1976 vendimos nuestra Casa Chica, porque realmente nos quedaba chica. Nos fuimos de Las Lomas, donde habíamos vivido al mejor estilo familia Ingalls. Dejamos atrás un pasado maravilloso y nos dirigimos a un futuro prometedor en Acassuso.
"Y un día pasé por Esnaola 666. La Casa Grande se había vuelto a vender y la habían demolido. No quedaban las gruesas paredes que dejaban afuera la sensación térmica. Me dolió la ausencia del piso de mármol verde del living, que fuera orgullo de papá y donde bailamos el vals de los novios. El solitario cedro azul, rodeado de escombros, custodiaba torcido los recuerdos que allí flotaban. Se construyó una nueva casa. Sus dueños fueron muy amables conmigo el día que les pedí recorrer mi juventud. Ellos incrementaron la cantidad de Camelias y cuidan celosamente el inmenso Alcanforero, que ya no es nuestro, tampoco es de ellos. Es el símbolo de nuestro Árbol de la Vida".

Leila Teresita Williams de Meyrelles, Deslomando recuerdos, Buenos Aires, Ediciones Bergerac, 2010, pp. 13-37 (selección)


Con respecto a las embarradas calles de Las Lomas de San Isidro, un semanario local dice lo siguiente:
“Las últimas lluvias han causado serios perjuicios en los caminos de Las Lomas de San Isidro, haciendo en algunos de ellos imposible el tráfico de carruajes y vehículos”.

“Sociales”, ‘San Isidro’, San Isidro, 15 de marzo de 1930, p. 21