“El rasgo del conde Heriberto de Clermont Ferrand”
 
“Durante aquella orgía de cretinos ensangrentados que fue la Revolución Francesa, hubo escenas y episodios extraordinarios que se han perdido en el charco oscuro y grasiento de la historia de Francia.
“Uno de esos episodios fue el del conde Heriberto de Clermont Ferrand de la Malegrouchaul.
“Este elegante caballero había vivido siempre entre frivolidades y deudas del “faraón”, y en medio de su vida, disipada como el alcanfor, no existía para él otro freno que su excelente padre, persona a quien Heriberto obedecía en todo, con los ojos cerrados.
“Y si no cerrados, entornados por lo menos, eso siempre.
“Pero surgió la Revolución; Francia se anegó en hemoglobina (¡hermoso giro retórico!) y la vida del conde Heriberto de Clermont Ferrand de la Malegrouchaul cambió tanto como una taquillera de cine en domingo por la tarde.
“Entre los primeros detenidos por el Comité de Salud Pública, figuró Clermont Ferrand, y, como en aquellos días matar a un hombre era más sencillo que a una codorniz, el conde Heriberto fue llevado a la mañana siguiente –en una carreta repugnante y con una rueda mayor que otra– a la plaza de la República, donde estaba el patíbulo.
“¡No me hagáis –¡oh, por Dios!– que describa la terrible escena!
“Sabed, eso sí, porque no hay más remedio, que Heriberto subió al cadalso sereno y que al caer en la báscula de la guillotina dijo lo que se decía siempre en aquellos casos:
“–Muero tranquilo, porque muero sin pagarle al sastre.
“Luego la cuchilla fatal bajó fulmínea, y la cabeza del conde rodó al ensangrentado cesto.
“Entonces ocurrió algo que nadie pudo sospechar.
“El conde Heriberto –el cuerpo del conde Heriberto– se levantó de la báscula, fue al cesto, recogió su cabeza y llevándosela debajo del brazo, bajó tranquilamente las escaleras de la guillotina.
“Su viejo criado Mauricio, que había asistido al suplicio, llorando lágrimas tan gordas como una hortelana, le cortó el paso, con los ojos fuera de las órbitas, y exclamó:
“–¡Señor! ¿Qué es esto?
“A lo que respondió el conde, ¡tan cuidadoso de seguir siempre los consejos paternales!:
–¿No lo ves? Me llevo mi cabeza. Estoy harto de haberle oído decir a mi padre siempre que, me pasase lo que me pasase, no perdiera la cabeza jamás.
“Claro que esto que he contado no es cierto; pero ¿verdad que parece mentira?”.

ENRIQUE JARDIEL PONCELA, Máximas mínimas, Buenos Aires, Editorial Juventud Argentina, 1957, pp. 230-231