Mónaco, un principado de opereta con figuras gloriosas
 
En una fría noche de enero de 1297, un grupo de frailes encapuchados llamó a las puertas del castillo de Mónaco pidiendo refugio. Los ocupantes genoveses de la fortaleza del peñón, gibelinos, partidarios del emperador, sintieron compasión por ellos y abrieron, para morir a continuación acuchillados a manos de los que resultaron falsos frailes. Éstos eran miembros y soldados de la familia Grimaldi, güelfos, partidarios del papa, un ambicioso clan de guerreros y aventureros procedente de Génova, encabezados por Francesco Grimaldi, conocido por Francisco el Astuto. Los asaltantes llevaban armaduras y espadas bajo el hábito de religiosos. Arrebataron el control de Mónaco a sus compatriotas y, pese a algunas breves interrupciones, han gobernado desde entonces el lugar.

Los Grimaldi siempre se han sentido orgullosos de su historia y, cuando obtuvieron un escudo de armas, eligieron como blasón las figuras de dos frailes con aspecto de santos sacando unas espadas de debajo de las túnicas.



“Deo Juvante” (Con la ayuda de Dios) es el lema del escudo de Mónaco que podemos apreciar en esta imagen y en la anterior


El peñón era la base del poder de los Grimaldi. Se asoma de manera amenazadora sobre el Mediterráneo como un Gibraltar septentrional. Cuando se contempla desde las montañas que están a sus espaldas, nos damos cuenta de que, en la época de las espadas y de los barcos de vela, el hombre que gobernaba el peñón controlaba ese rincón de la costa. Durante siglos, los Grimaldi se ganaron la vida con el peaje que hacían pagar a los barcos a cambio de una travesía segura e imponiendo disciplina a toda embarcación que no quisiera rendir tributos. Enfrentaron a sus vecinos más poderosos y alcanzaron la categoría de príncipes después de ponerse de parte de España en el siglo XVI, para aliarse astutamente con Francia cuando la estrella de este reino empezó a ascender ciento veinte años más tarde.

Los monegascos trataban a sus príncipes con un respeto que se parecía al temor reverencial. Esta gente menuda, ágil y morena, parecida a los corsos por su mezcla de características italianas y francesas, eran unos pocos miles de pescadores y aceituneros que se enriquecieron gracias a la protección de los hombres que mandaban en el peñón. Entre Marsella y Génova no había ninguna otra comunidad costera que disfrutara un nivel de vida tan alto.

La segunda mitad del siglo XIX presenció la desaparición de los microestados como Mónaco y, en 1861, Francia se apoderó de casi todas las poblaciones de éste, un noventa por ciento del territorio del principado, al que sólo le quedó el peñón, la bahía y poco más, una superficie de dos kilómetros cuadrados, aproximadamente la mitad del Central Park de Nueva York, una parodia de estado soberano. Pero cuando todo parecía perdido, el príncipe Carlos III, el Grimaldi que estaba entonces en el poder, fundó el casino que iba a garantizar la supervivencia en el siglo XX. Al reorganizar el incipiente negocio del turismo y arrendarlo a la Société des Bains de Mer, Carlos justificó sobradamente la confianza de sus súbditos en los regentes del principado. La colina que se encuentra al otro lado de la bahía y en la que se construyó el nuevo casino lleva desde entonces su nombre, Montecarlo.



Carlos III de Mónaco


En la belle époque, las obras maestras del arquitecto francés Charles Garnier –autor de la Ópera de París– dieron al principado un brillo que nunca perdería. El magnífico edificio del casino, el Hôtel de París y el Hermitage contrastan con el castillo de cartón piedra de los Grimaldi –digno de la República de los Niños de La Plata o de un set de filmación, con sus muros exteriores pintados de ridículo color rosa y con sus guardias, en deslucidos uniformes, que parecen soldaditos de juguete– y con la Catedral de San Nicolás –similar a las maquetas del cine mudo, que lograban aparentar medidas gigantescas cuando sólo levantaban pocos metros del suelo–. Felizmente, años más tarde, el príncipe Alberto, hijo de Carlos III, también hará una importante contribución arquitectónica: la construcción de un inmenso museo oceanográfico, que llenará con cuernos de narvales, orcas disecadas y otros innumerables especímenes que traerá consigo de sus largos viajes marítimos de exploración. Por otro lado, los edificios de departamentos que se construirán en la época de Rainiero III, si bien permitirán un boom inmobiliario y grandes negocios, afearán un paisaje más que estrecho. En la actualidad, Mónaco es el país más edificado de Europa y uno de los más edificados del orbe, construyéndose barrios en tierras ganadas al mar.








En sus comienzos el casino sedujo a nobles de Rusia y Europa del Este, que llegaban a Montecarlo con sus legiones de sirvientes; Sarah Bernhardt y Raoul Gunsbourg aportaron el teatro y la ópera, Serge Diaghilev, sus Ballets Rusos. Hacia 1880, Mónaco era tan rico que Carlos III perdonó a sus súbditos el pago de los impuestos, privilegio que todavía disfrutan hoy los monegascos.

Más adelante, la princesa Grace, por su carrera cinematográfica, actividad filantrópica y especial encanto, será otro faro para atraer visitantes –muchos de ellos actores amigos–, y Mónaco se llenará de turistas de las más diversas nacionalidades.



Grace de Mónaco


Con respecto a los escasos vasallos del diminuto principado, podemos decir que, en pocas generaciones, de pescadores y aceituneros pasaron a ser nuevos ricos, financistas, rentistas y comerciantes, dueños de cadenas de pizzerías la mayor parte de estos últimos, sin olvidarnos de mencionar a los miembros de la por siempre minúscula corte. Ya no habrá barcas de pescadores ni olivares sino lujosos yates y edificios, y Mónaco se convertirá en un paraíso de ricos y famosos –muchos extranjeros son propietarios de inmuebles–, con la densidad de población más alta del mundo. Podemos afirmar que, en las buenas y en las malas –la Segunda Guerra Mundial arruinó la economía del principado–, los monegascos permanecieron fieles a sus tradiciones, a su religión y a sus gobernantes, no en balde tienen a la dinastía reinante más antigua de Europa.



Si las cosas cobran vida con la personalidad de sus dueños, creemos que el Principado de Mónaco mantiene su magia gracias a la estela que dejó tras su paso Grace Kelly, una princesa de corazones que demostró su nobleza de espíritu desde el trono, con su legado que trascendió las fronteras, títulos más valederos que todos los títulos nobiliarios de la audaz casa de los Grimaldi.



Nicole Kidman en el papel de la princesa Grace