Malvinas: 80 contra 4000, por la Lic. Andrea Manfredi
 
“Sé que lo que se cometió en San Carlos fue un crimen de guerra, pero esto fue debido al descontrol que sucumbió en el momento”.

Teniente primero Carlos Daniel Esteban, el “Leónidas Argentino”


Lo que sigue a continuación es su relato:

En esa fría mañana del 15 de mayo de 1982, a las 10hs., mis hombres y yo fuimos trasladados con dos helicópteros desde Puerto Darwin y Prado del Ganso, escenario de uno de los enfrentamientos más crudos de Malvinas, a Puerto San Carlos, ubicado en el límite noroccidental de la isla Soledad. Nuestro objetivo era relevar a los efectivos de la Compañía de Comandos 601 que desde hacía dos días se encontraban inspeccionando y reconociendo el lugar y dar alerta sobre un posible desembarco inglés. A partir de ese momento, el Regimiento de Infantería 25 o Regimiento “Güemes”, bajo mis órdenes, ocuparía dicha plaza.

Una vez llegados me entrevisté con el teniente primero Daniel González Deibe el cual me explicó la situación imperante. Acto seguido, dispuse a mis hombres para un reconocimiento de la zona además de ubicarlos en posiciones de observación y defensa. Continuamos con su misma misión: observar y alertar ante un posible desembarco. Coloqué varios hombres para mantener el control de la población en San Carlos. A pesar de nuestros despliegues y desplazamientos, el armamento con el que contábamos no era el ideal ya que su corto alcance no nos aseguraba un desenlace a nuestro favor. Sin embargo, el juramento y sentimiento de patria, nos instó a continuar defendiendo el enclave.

La mejor decisión fue dividirnos en tres grupos de 20 hombres cada uno al mando de los subtenientes Roberto Reyes, José Alberto Vázquez y mío. Dispuse rotar a mis hombres cada 48 horas a fin de no agotarlos física y mentalmente. Esa noche nos quedamos los tres conversando y compartiendo hasta tarde y a las primeras horas de la mañana partimos rumbo a nuestras posiciones.

Ya sea por instinto o tal vez por mi formación académica en Ciencias Políticas que realicé de forma paralela a mi carrera militar, permití a los civiles de San Carlos seguir con sus vidas normalmente para no levantar sospechas al enemigo. Así supondrían que no nos encontrábamos en el lugar, y eso nos daría un margen de maniobras. Se ve que funcionó.

Unos días después, once buques británicos se dispusieron a desembarcar miles de hombres transportando grandes cantidades de armamento y equipo. Nosotros éramos solo ochenta efectivos, ellos, cerca de 4000.

La situación geográfica al sudoeste de las islas nos resultó beneficiosa ya que sus playas rocosas dificultarían el desembarco de los ingleses. No solo la geografía sino también el clima entorpecían sus movimientos ya que imaginar a esos hombres desplazándose y cargando armamento en aguas heladas, hacía que se me congelara la sangre, literalmente.

A la 01.30hs. de la madrugada del 21 de mayo, escuchamos una fuerte detonación. Sobresaltados nos alzamos en armas y nos pusimos en guardia. Mientras intentábamos recomponernos del frío y el sueño sentimos nuevas detonaciones por lo que mandé a preguntar a los hombres que hacían vigilancia qué era lo que sucedía. Fui alertado de que algo estaba ocurriendo por lo que rápidamente me dispuse a movilizar a mi regimiento y cubrir los 150 metros de pendiente que nos separaban del puesto de observación. En ese instante, quedé atónito. La bahía y nosotros éramos testigos del descomunal desembarco británico. Logré divisar cinco buques de guerra que navegaban junto al gran crucero “Canberra” apodado, la “ballena blanca” por sus extraordinarias dimensiones. Los helicópteros en el aire y la gran cantidad de lanchones que navegaban hacia la costa, completaban el panorama. Nosotros no llegábamos a cien hombres y nuestro armamento no era apto para lo que se avecinaba.

Rápidamente, me dirigí a mi puesto de mando para darle “las buenas nuevas” al General de Brigada Omar Parada en Puerto Argentino. Inmediatamente ordené al subteniente Vázquez reunir dos grupos que avanzarían por la derecha y la izquierda; uno bajo su mando, el otro bajo el mío. Era una situación límite, sin duda alguna, y eso se reflejaba en el rostro de mis subalternos. Sin embargo, con valentía, siguieron y acataron mis órdenes. Digno de destacar; digno de recordar. Por cierto, tuve que volver a insistir solicitando apoyo aéreo al general Parada, el cual se mostró aprensivo ante tremenda noticia: “¡Vienen de a miles!” recuerdo haberle dicho a viva voz.

Mientras el enemigo avanzaba hacia nosotros, me apresuré a destruir toda documentación además de evacuar el pueblo de San Carlos. Si hubiésemos permanecido un minuto más en el lugar, nos habríamos encontrado envueltos en un enfrentamiento desigual, favorable a ellos, sin duda. Así, nos encaminamos hacia los montes que se extendían detrás y tomamos posiciones pero la Compañía B del Para 3 británica nos detectó y abrió fuego contra nosotros. La diferencia de armamento se hacía notar. Mientras tanto, dos helicópteros sobrevolaban la zona apoyando a las tropas desembarcadas. Para mal, otros dos helicópteros se sumaron provistos de ametralladoras y cohetes. Desde nuestro puesto éramos testigos del avance de los 4200 efectivos británicos que llegaban al pueblo.

Recuerdo que todavía era muy temprano y el frío entumecía los huesos cuando vi aproximarse hacia nosotros un Sea King solo, por lo que en ese instante me di cuenta que se había producido una descoordinación entre el helicóptero y las fuerzas enemigas ya que estos llegaban por detrás de nosotros pero no avistábamos a las tropas por el frente. Así fue que ordené a mis ochenta hombres abrir fuego, averiándolo.

El enemigo no se hizo esperar por lo que decidí cambiar de posición. El terreno y la disipación de la niebla no nos ayudaron pero a pesar de todo logramos despistarlos llevándolos a una posición de frente a nosotros. Cuando el Sea King se alejaba humeando, apareció un segundo helicóptero, en este caso un Gazelle, de menores proporciones por lo que, sin perder tiempo ordené nuevamente abrir fuego. En medio del griterío de mis hombres vi como el helicóptero era alcanzado por nuestros proyectiles y comenzaba a caer para hundirse en las aguas del río San Carlos. Sus tripulantes, gravemente heridos, emergieron de entre los hierros retorcidos e intentaron nadar hacia la orilla. Los “sapucais” de los soldados correntinos, complementaban le escena.

En ese momento, mis hombres comenzaron a disparar desenfrenadamente contra ellos, el sargento Evans y Ed Candlis, quienes heridos gravemente intentaban escapar de los disparos. No pude contenerlos. Más tarde, se me acusaría de haber cometido crimen de guerra pero en ese instante, en el fragor del combate, se me hacía imposible contener a mis subalternos e indicarles que lo que estaban haciendo no era lo correcto. Son esos segundos en la guerra en los cuales el desahogo y el deseo de victoria, sobrepasan lo ético.

Para ese entonces nos encontrábamos totalmente rodeados por la infantería, los helicópteros por detrás y los buques en la bahía. Esta situación me llevó a organizar un nuevo desplazamiento para ocultarnos. En ese instante vimos llegar un segundo Gazelle sobre el que volvimos a abrir fuego. El artefacto se estrelló a metros del río San Carlos y comenzó a incendiarse. Ordené un nuevo cambio de posiciones, notando que habíamos despistado a los británicos ya que seguían disparando sobre el punto anterior.

El helicóptero que habíamos derribado ardía con los cadáveres de sus tripulantes en su interior. En medio de tan tremenda escena, recuerdo que uno de los subalternos del subteniente Vázquez, el cabo primero Ubaldo Ferreyra, se dirigió a él para pedirle autorización para cortar una oreja a uno de los pilotos fallecidos ya que le había prometido a su hermano llevarle la del primer inglés que matara. El subteniente Vázquez, ante semejante pedido, indignado, le ordenó volver a su posición.

Teníamos que dejar al enemigo detrás por lo que nos desplazamos unos 350 metros por la orilla hasta encontrarnos con un acantilado que conducía a la costa. El descenso se dificultaba y para agravar aún más la situación un nuevo Gazelle se aproximaba, disparando con sus ametralladoras. Ni mis hombres ni yo nos amedrentamos ya que respondimos al ataque, averiando el aparato y obligándolo a replegarse.

Fue en ese entonces que viendo que la misión que se nos encomendó había sido cumplida ordené un último desplazamiento en la espera de ser rescatados. Permanecimos en ese lugar casi tres horas y media hasta que divisamos un nuevo Gazelle que se acercaba a nosotros. Inmediatamente adoptamos una posición que nos favorecería en el enfrentamiento que hizo que el helicóptero se retirara a toda prisa. Esto nos permitió un nuevo cambio de posiciones y escapar sin ser detectados. Logramos llegar a la localidad de Douglas Paddock donde establecimos contacto con Puerto Argentino, sede del alto mando. Al día siguiente, 25 de mayo, conmemoramos el Día de la Patria y finalmente fuimos recuperados por un helicóptero propio y trasladados a Puerto Argentino.

Mientras sobrevolábamos esas tierras agrestes y desiertas, mis sensaciones se mezclaron. Por un lado sentía una gran alegría por haber cumplido con mi deber de soldado argentino reduciendo al enemigo a pesar de la diferencia de efectivos entre ambos bandos, pero por el otro, sentía una profunda tristeza por las vidas que se habían perdido. La guerra nos lleva a experimentar sensaciones y vivencias que muy difícilmente se pueden ignorar u olvidar.

Un día y medio después, decidí volver al frente por lo que junto con mis hombres, nos trasladamos a Darwin. Pero eso es ya otra historia...

Fuente:


Manfredi, Alberto N., Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur en: http://guerraaltlanticosur.blogspot.com.ar/