Cosas de Párides: Entre combates y epidemias
 
Párides Pietranera, porteño de figura desgarbada y generosa cabellera, detrás de cuyos ojos mansos se escondía un idealista dispuesto a jugarse por lo que creía bueno y justo, comenzó su vida de estudiante en el prestigioso Colegio Nacional de Concepción del Uruguay, Entre Ríos.

Fundado por Urquiza, el colegio contó con los mejores profesores europeos como el escritor y periodista Alejo Peyret, el profesor Luis de la Vergne, el médico y tratadista Alfredo Pasquier, franceses los tres, y el sabio ruso Estanislao Folran. Por sus claustros desfilaron estudiantes argentinos, paraguayos, uruguayos, bolivianos y hasta el indio Cristo, hijo de cacique. Muchachos de fortuna, hijos de gobernadores, militares y caudillos, y muchachos de escasos recursos, cuyos padres se las ingeniaban para conseguirles una beca. Sus edades oscilaban entre los trece y diecinueve años, además de los mayores que seguían los cursos superiores de Jurisprudencia y, a la vez, dictaban algunas materias elementales. Casi todos conformaron la clase dirigente de la época.

Con dieciocho años, Párides fue uno de los cabecillas de la revuelta estudiantil del 2 de junio de 1864, en repudio del desplazamiento del anterior rector, el abogado francés Alberto Larroque, cuya brillante e intachable gestión había sido cuestionada por rivalidades políticas.
De noble estirpe, pero republicano y liberal hasta la médula, recordamos que Larroque se negó a reclamar el título nobiliario de barón a que tenía derecho, sosteniendo que la única nobleza que aceptaba y envidiaba era la del corazón.
Su sucesor, Juan Domingo Vico, juez civil de Concepción del Uruguay, amigo de Sarmiento y con veleidades de educador, visitaba el colegio sólo una hora por día, paseándose por el patio y los corredores con botas de granadero, cara de malo y un rebenque, a la vez que imponía profesores incapaces y expulsaba a quienes osaran contradecirlo.

Los orgullosos colegiales, moldeados por Larroque para no “inclinar jamás la frente por temor ni bajeza”, lo soportaron apenas dos meses y luego de pedir infructuosamente al gobierno nacional su remoción, lo terminaron corriendo a papazos y naranjazos al grito de “Abajo Vico, Viva Urquiza y Viva Clark” (el inglés George Raymond Clark, natural de Calcuta, célebre profesor de Comercio y ejemplar administrador del colegio). En la forzada retirada, Vico perdió sombrero, bastón y sobretodo. Este revuelo final, conocido como el motín de las papas y naranjas, fue causado por la expulsión de dos alumnos que pedían el reemplazo del profesor de Filosofía.

Expulsado por el rector Vico, Párides partió al galope al suntuoso palacio de San José que construyera el arquitecto italiano Jacinto Dellepiane, acompañado por tres colegiales –los tucumanos Jesús Bustamante y Jesús María del Campo y el oriental Juan José Britos–, buscando la ayuda del gobernador Urquiza, auxilio que no pudo hacerse efectivo por el enfrentamiento existente entre el gobernador y el presidente Mitre. Felizmente, el socorro vino del cuarto poder: el periodismo.

Párides era amigo del ex alumno Eduardo Wilde, por entonces en Buenos Aires como estudiante de Medicina y periodista de La Nación Argentina, quien sentía especial cariño por aquel. En la crónica local del diario oficialista de José María Gutiérrez, Wilde defendió a los alumnos expulsados por Vico, denunciando sus reiterados atropellos. El presidente Mitre y su ministro de Instrucción Pública, Eduardo Costa, acusaron el impacto, ordenando a Vico que reingresara a los expulsados, pero varios se habían quedado sin becas.

Era el caso de Párides, quien a fines de agosto de 1864 pidió al ministro de Instrucción Pública de la Nación una nueva beca para concluir sus estudios y, así, poder “seguir en la larga carrera que me he impuesto, cual es el estudio de la medicina”, pues carecía de recursos. El gobierno se la negó, alegando que el número de plazas estaba completo, lo cual era falso. El estudiante Pietranera fue transferido al Colegio Nacional de Buenos Aires, perdiendo un año de estudios.

Finalmente, en el Día de la Primavera, el boliviano alborotador Wilde dio la bienvenida a sus condiscípulos y cerró el tema en La Nación Argentina del 21 de septiembre de 1864 con una frase premonitoria: “El Sr. Vico ha quedado de director del Colegio del Uruguay, pero sólo con quince colegiales internos a su cargo. Ese es el fruto de sus actos. En seguida vendrá la completa ruina de aquel establecimiento que tantos bienes ha hecho al país”.

A puro sacrificio, Párides terminará sus estudios en el Nacional de Buenos Aires y comenzará una nueva etapa de su vida: la universitaria. Y a puro sacrificio también llegará hasta el segundo año de la carrera de Medicina para realizar una actuación heroica en Navarro durante la epidemia del cólera (1867-1868). Con veintidós años, Párides Pietranera trabajó semanas y semanas, sin descanso, atendiendo en el lazareto y acudiendo a los desesperados llamados en casas y ranchos infestos, mugrientos, sanando, consolando y ayudando a bien morir.

Más adelante, en enero de 1871, Eduardo Wilde, ya recibido de médico, y un puñado de colegas denunciaron los primeros casos de fiebre amarilla en San Telmo. Prevalecía la opinión del doctor Juan Ángel Golfarini, que consideraba que la epidemia no era tal. La situación se agravó y el doctor Wilde siguió adelante con la ayuda de algunos médicos y de su asistente, el practicante Párides Pietranera.

A partir del mes siguiente, durante los días de Carnaval, la peste se fue envalentonando, saltando voraz de un barrio al otro, derribando a su paso a pobres y ricos. El saldo final fue de más de 14.000 muertos. Así y todo, la mayoría de los enfermos se salvó pues la fiebre atacó a más de 50.000 personas de una población de menos de 80.000, porque el resto huyó despavorido.

La ciudad de Buenos Aires mostró, como nunca, sus luces y sus sombras. Escenas vergonzosas como la del presidente Sarmiento fugándose, en un vagón de lujo, al igual que su vicepresidente y la mayoría de sus ministros. Otras autoridades se quedaron cumpliendo con su deber, sin embargo, no faltaron las disputas de poder. La contracara de aquellas miserias humanas fue un grupo de ángeles que desplegaban sus alas día y noche para asistir al prójimo.

Ángeles o héroes, eran pocos los médicos, treinta de los doscientos que atendían en la ciudad, y cincuenta los practicantes. Combatieron hasta agotar sus fuerzas, sabiendo que en cualquier momento podían caer ellos también. Había ángeles y héroes vestidos de curas, periodistas, abogados, comerciantes, militares, farmaceúticos, enfermeros, maestros, poetas y amas de casa.

Y de pronto llegamos al 4 de abril de 1871, jornada de 400 víctimas. En un cuartito húmedo y despojado del Hospital de Hombres, un joven de veinticuatro años moría en los brazos del doctor Wilde. Se llamaba Párides Pietranera.

Tal fue el dolor de Wilde, que abandonó inmediatamente el edificio, caminó hasta su casa sin ver ni oír el drama de los demás, y se echó en su cama a llorar todas las muertes que no había tenido tiempo de llorar. Luego, recordando una promesa que le había hecho a su compañero de tantas rondas, vació su angustia y su rabia en esta carta que escribió a Manuel Bilbao, director de La República y miembro de la Comisión Popular (grupo de valientes ciudadanos que el 10 de marzo de 1871 se conformó para combatir la peste en nombre del pueblo):

“Acaba de morir mi amigo, mi hermano Pietranera, practicante de sexto año de medicina, el noble, generoso y abnegado joven que ha caído después de haber salvado la vida de tantos.
“Esta desgracia me ha abatido profundamente: no tengo ánimo para nada y me hallo quebrado completamente de cuerpo y de espíritu.
“El huracán de muerte que pasa por esta ciudad, no ha querido respetar ni la vida de los que más falta hacían; y la suerte estúpida y ciega, acaba de dejar una familia numerosa sin uno de sus poderosos apoyos y una multitud de enfermos sin su médico.
“Pietranera me ha pedido en sus últimos momentos que reclame para su querida madre la pensión vitalicia que el gobierno ha ofrecido. Y se lo prometí en mi interior, aunque haciendo esfuerzos por contener las lágrimas. Le pedí que no pensara en eso: ahora reclamo a Usted ese servicio – yo no estoy para nada – tengo el corazón hecho pedazos – lo quería a ese muchacho como es imposible querer a hombre alguno sobre la tierra.
“Muchas veces en broma le decía que había de escribir un artículo necrológico cuando él muriera –hoy ha llegado el caso y no puedo escribir nada. Hágame usted el favor de escribirlo por mí. Diga usted a este pueblo desgraciado lo que era el pobre Pietranera. Cuente en su diario lo bueno, lo generoso, lo abnegado, lo tierno, lo cariñoso, lo amante de su familia que era ese desdichado.
“¿No es por Dios una lástima que muera en la flor de su edad, faltando un año para ser médico, un joven tan lleno de esperanzas y tan querido por todos? La resistencia humana tiene su límite, se puede soportar un trabajo moral, una tensión de valor durante un mes, dos o tres; pero no hay valor que resista a semejantes pruebas; el valor se nos está acabando ya a todos en este pueblo, se están muriendo nuestros hermanos, nuestros más queridos amigos, yo ante semejantes desgracias me siento quebrado, enfermo.
“Dispénseme que por hoy a lo menos no visite los enfermos que me ha recomendado; pero hágame el servicio de escribir algo sobre mi querido amigo”.

Bilbao cumplió inmediatamente. Al día siguiente, Wilde recibió una nota de la Comisión Popular, firmada por su vicepresidente, Manuel G. Argerich, quien más tarde caería también, y el secretario Matías Behety:

“La Comisión ha sabido con profundo pesar que el practicante mayor Pietranera, que acompañaba a Usted en la asistencia de los pobres atacados de la epidemia ha caído postrado por la muerte, en el desempeño de su noble y santo ministerio.
“Las altas calidades morales que adornaban a ese joven, su consagración al estudio de las ciencias, su amor por los desheredados y por los afligidos, su dedicación constante al cumplimiento de los deberes que se había impuesto y su ardiente y efusiva caridad ejercida a costa de su propia vida, coloca su nombre entre los bienhechores de la humanidad.
“El cuerpo médico de Buenos Aires, que si por desgracia cuenta con tránsfugas y con cobardes, tiene también hombres de corazón generoso y abnegado, sabrá tributar sin duda a la memoria del practicante Pietranera el justo homenaje que merecen sus virtudes.
“Entretanto, la Comisión Popular, interpretando los sentimientos del pueblo que la nombró, ha creído de su deber asociarse al dolor que ha causado en almas sensibles la temprana muerte de ese joven, que honró con su carácter y sus talentos a la generación de su tiempo, y ha hecho consignar en el acta de su última sesión palabras de veneración para él y votado al mismo tiempo la suma de veinte mil pesos para su señora madre, como una compensación de los afanes y de los desvelos de su hijo a favor de los pobres atacados.
“La comisión espera que usted se sirva trasmitir a aquella digna señora, agobiada por el pesar de los mayores dolores, los sentimientos manifestados en esta nota. Se remiten a usted los veinte mil pesos votados…”.

Una vez cumplido el primer encargo (más tarde el gobierno otorgó una pensión a la señora Rosa Ravina de Pietranera), Bilbao publicó en La República el artículo necrológico que Wilde le había encargado, transcribiendo su conmovedora carta en la edición del 6 de abril de 1871, y comunicando la compensación de la Comisión Popular. De paso, el periódico informaba que “el Dr. Wilde, que ha sido ejemplar en su ministerio durante esta crisis, lo encontrábamos ayer en cama, agobiado, vencido por el dolor de haber visto morir a Pietranera”.

Durante dos meses y medio, nada ni nadie pudo apartarlo de su deber, pero la muerte de Pietranera fue una herida demasiado honda para su sensibilidad. Sin embargo, el doctor Wilde se levantó y volvió a la lucha al día siguiente.

En el combate de la vida, el porteño Párides Pietranera demostró heroicamente lo que había aprendido del gran profesor inglés Jorge Clark en el colegio entrerriano de su adolescencia: “Hacer el bien por el bien mismo”.

Epílogos

La medalla bendita

Durante la epidemia de fiebre amarilla, el doctor Eduardo Wilde había librado la batalla de su vida. Su coraje fue reconocido por todos: la Municipalidad le dio una enorme medalla de oro, en cuyo reverso se leía: “A los servidores de la humanidad” y que recibieron todos los médicos actuantes; la Comisión Popular y diversas sociedades le dieron certificados de honor. Pero, más importante, una comisión de vecinos decidió crear una orden de caballería, la de Los Caballeros de la Cruz de Hierro, integrada por los treinta y siete miembros sobrevivientes de la Comisión Popular, entre ellos, Alberto Larroque, y tres profesionales cuya actuación se consideró sobresaliente: Eduardo Wilde, Pedro Mallo y Tomás Pardo.

Así, el 29 de julio de 1871, la comisión de vecinos visitó, uno a uno, a los flamantes caballeros para colgarles al cuello una pequeña cruz de hierro, y entregarles el título honorífico. También se concedió la condecoración, post mortem, a los cinco miembros muertos de la Comisión Popular y a dos de los médicos fallecidos: Caupolicán Molina y Adolfo Argerich.

Wilde solía ostentar su medalla municipal con orgullo, y casi dos décadas más tarde la llevaría en sus maletas en un larguísimo viaje hasta Jerusalén. Allí, en el Santo Sepulcro, en cuyas piedras “gastadas por los besos de los fieles, y con frecuencia mojadas con sus lágrimas”, nos dice, “algunos ponen sobre la tumba rosarios, imágenes u otros objetos para recogerlos en seguida, ya con el mérito de haber estado en sitio tan venerado. Yo puse mi medalla de la fiebre amarilla”.

Prejuicios argentinos, tan vigentes hoy como ayer

Wilde cuenta que su entrañable amigo Párides Pietranera cuando quería impresionar traducía su apellido al inglés, llamándose Blackstone, nombre que, aseguraba, le daría reputación y fortuna como médico.

Estas bromas encierran verdades tremendas ante el prejuicio, bien arraigado en el Buenos Aires del siglo XIX, que decía que los mejores médicos eran los extranjeros.

Buen conocedor del carácter argentino, muy psicólogo, un poco en broma y un poco en serio, Wilde decía que el público “se entrega en alma y vida a cualquier individuo que es o se llame médico, con tal que sea extranjero, que tenga un nombre atravesado, que hable en un idioma que no existe, que sea mal criado, torpe y sobre todo cobrador, carero y exigente, condiciones indispensables para ser muy buen médico en Buenos Aires”. (EDUARDO WILDE, Obras Completas, v. I, Primera Parte, Científicas, Exámenes de la Facultad, 8 de diciembre de 1871).



Fuentes

MAXINE HANON, Eduardo Wilde. Una historia argentina…, Buenos Aires, Ediciones Klameen, 2013, t. 1, pp. 117-120, 169, 183, 193-200, 204 y 205. Véase también: RAÚL MÁXIMO CRESPO MONTES, “Los Pietranera”. Estudio histórico genealógico, San Isidro, Fundación San Isidro para la Educación, las Ciencias y las Artes, s/f, 62 pp., ilus.; VICENTE OSCAR CUTOLO, Nuevo Diccionario Biográfico Argentino, Buenos Aires, Editorial Elche, 1978, t. 5, pp. 490-491; CARLOS DELLEPIANE CÁLCENA y PEDRO E. RIVERO, Practicante Párides Pietranera; su actuación en Navarro durante la epidemia de cólera (1867-1868), Navarro, Dirección de Cultura de la Municipalidad de Navarro, 1992, 23 pp., ilus.