Una de las edificaciones más bellas y llamativas de San Isidro ha sido el célebre castillo de Martínez que se hallaba imponente en la intersección de las calles Gral. Pacheco y Ricardo Gutiérrez, en una de las zonas más elegantes y distinguidas del partido.
Construido en el estilo de los grandes palacios escandinavos, fue punto de referencia y objeto de atracción de paseantes y lugareños quienes, al pasar frente a sus muros y alzar la vista, se detenían absortos a observar.
La fastuosa mansión parecía emerger de un cuento de hadas motivando las fábulas y leyendas que en torno a ella tejió la posteridad.
Sólo tres familias lo habitaron, dejando cada una su huella y su aporte.
La construcción del castillo comenzó en abril [1937] sobre planos elaborados por el [ingeniero civil Jorge] Reguera Azcuénaga y poco después, el vecindario vio surgir con asombro una edificación majestuosa de marcado estilo nórdico-escandinavo, más acorde a un paisaje europeo que al elegante suburbio que habitaba.
Torres cuadradas y cilíndricas, puentes y azoteas almenadas, balcones, torreones y grandes pórticos comenzaron a destacar contra el firmamento, en medio de un parque arbolado, tapizado de fino césped y adornado por floridos canteros.
El castillo era de ladrillo a la vista, [salvo dos torreones cilíndricos construidos con grandes bloques de piedra blanca]. Su torre principal, de cuatro pisos, dieciocho metros de altura y forma rectangular, terminaba en un llamativo techo en aguja de pizarra negra con cuatro ventanucos pequeños que daban a cada uno de los puntos cardinales. Ese techo era, en realidad, un mirador al que sólo se accedía desde la habitación del tercer piso a través de lo que comúnmente se denomina, una escalera de pintor y desde allí era posible observar, no solamente el río sino también algunos edificios de la Capital Federal y las primeras islas del Delta.
Empotrado sobre la pared sur de la misma torre, a la altura del primer piso, debajo de lo que parecían dos nichos o ventanucos simulados, sobresalía un pergamino de fina piedra caliza en medio del cual se hallaba esculpido el escudo de los Azcuénaga.
En el ala sur fue construido un sótano en forma de prisión que vino a aumentar el aspecto de fortaleza del complejo.
Se descendía al mismo por una escalera de caracol que desembocaba en un oscuro pasillo curvo que daba paso a un estrecho y sórdido corredor franqueado por una puerta de gruesos barrotes de hierro. Sobre ese corredor daban tres celdas con sus correspondientes puertas de rejas que ofrecían un aire lóbrego y siniestro al lugar pese a que en realidad se trataba de la bodega del castillo y sus despensas, dotada cada una de una pequeña abertura con barras a la altura del techo.
En los primeros años de la década del setenta se alquiló a la República de Gabón, país del África ecuatorial que instaló allí su embajada.
A partir de ese momento, el ajetreado ritmo de vida de toda sede diplomática que además, fue residencia del embajador y su familia, de sus principales funcionarios y del personal de servicio, devolvió al castillo el brillo y esplendor de los mejores años de los Reguera Azcuénaga y los Eiras.
Fiestas, recepciones, agasajos y ceremonias, una fuerte custodia y la bandera verde, amarilla y azul flameando en sus torres, fueron parte de un importante despliegue que llamó la atención del vecindario hasta 1976, cuando los gaboneses se retiraron.
Diversos hechos y anécdotas tuvieron al castillo por escenario.
En 1951 productores norteamericanos filmaron allí escenas interiores de la película Sangre Negra, drama racial dirigido por Pierre Chenal. La película fue estrenada el 2 de marzo de 1951 y algunos fragmentos fueron utilizados en el film nacional El vampiro negro, de Román Vignoly Barreto, estrenado el 14 de octubre de 1953. También se hicieron tomas de tandas publicitarias y en 1995, en la época de los Zannol, se rodaron escenas de la telenovela El día que me quieras, con Osvaldo Laport y Grecia Colmenares.
La anécdota más pintoresca ha sido siempre la de aquellas personas que cada vez que se les nombraba el castillo, aseguraban haberlo visitado, describiéndolo con lujo de detalles cuando jamás en su vida lo habían pisado.
En torno al castillo se entretejieron las más variadas fábulas y leyendas. La más significativas, la de cierta jovencita que en los años cuarenta, a causa de un amor no correspondido, se quitó la vida en una de sus habitaciones; la de los túneles que llegaban hasta el río; la del fantasma que lo recorría en las noches; los ruidos extraños que solían escucharse al caer el sol en determinada época del año; la de unos enanos que vivían allí escondidos o los quejidos y ceremonias con sacrificios de animales que los vecinos creyeron percibir en más de una oportunidad.
En el año 2000, como si la llegada del nuevo siglo marcara el fin de una era, los últimos propietarios demolieron el castillo y lotearon el terreno, perdiendo San Isidro una verdadera maravilla arquitectónica".
Alberto N. Manfredi (h), El castillo de Martínez, Buenos Aires, Editorial Dunken, 2006, pp. 7, 9, 10, 16, 20 y 21
La fotografía que reproducimos muestra un aspecto del ala sur del castillo. Sobre la puerta de salida al parque se puede observar la escena de San Jorge y el Dragón, tallada en piedra caliza.