La verdad es que yo no podía dilatar ni un solo día mi presencia en el Gran Mundo, es decir, en la Alta Sociedad.
Constantemente, desde que empezó a crecer mi renombre de alquilador de pelucas para los cobradores de tranvía, recibía muchísimas y casi siempre perfumadas invitaciones en las que se me instaba para que no dejase de acudir a tal o cual baile o reunión de sociedad.
Bien sabe Dios que me he resistido a pisar los brillantes salones donde tan excelente papel hacen León Boyd y Gil de Escalante; las reuniones del Gran Mundo y la cosecha anual de altramuces son cosas que merecen toda mi indiferencia; pero el martes pasado me vi en la obligación de prometer que iría a sus reuniones nocturnas a la excelentísima señora condesa de Aromas de Piedrahita, noble y aristocrática dama que a una belleza singular une un catarro crónico que no se lo curan ni los Pellets del doctor Mackenzie.
La condesa me invitó por teléfono. He aquí transcripto el diálogo que sostuvimos, con todas nuestras fuerzas, por cierto:
La condesa.-No olvide que el viernes celebro una de mis reuniones...
Yo.-¡Condesa! (Una inclinación ante el teléfono).
La condesa.-Van a ir muchos militares y me encantaría verle a usted entre los asistentes.
Yo.-¡Condesa! (Otra inclinación).
La condesa.-Prométame el primer fox-trot...
Yo.-(Amabilísimo). Un fox-trot y un fox-terrier, condesa.
La condesa.-(Riendo en fa sostenido). ¡Oh, qué estúpida gracia tiene usted!
Yo.-¡Condesa! (Nueva inclinación).
La condesa.-Hasta el viernes, ¿eh? Le presentaré algunas muchachas para ver si le caza a usted alguna.
Yo.-¡Condesa! (Inclinación).
Y éste fue el diálogo.
El viernes, a las once, ingresé en el palacio de la condesa de Aromas de Piedrahita. Al verme, un mayordomo se me acercó mirando al techo.
-¿La gracia del señor? -me dijo.
-No le veo la gracia -repliqué, creyendo que se trataba de una broma.
-Pido el nombre del señor.
Le dije mi nombre y me hizo seguirle al través de varios salones; por fin se detuvo ante la puerta de uno, que estaba lleno de gente y gritó mi nombre y apellidos como se hace en las salas de espera de algunos médicos.
La cosa no me chocó; estoy harto de ver escenas semejantes en las comedias de Wilde y en los churros dialogados de sus imitadores.
Todo el mundo volvió el rostro hacia la puerta por donde yo debía entrar; me tiré de las solapas del frac, solapadamente, y avancé. Sonreí al vacío, o lo que es lo mismo: puse cara de idiota. La condesa de Aromas de Piedrahita vino a mi encuentro.
-¡Oh, amigo mío! -me dijo con voz de panadero búlgaro-. Venga por aquí; le voy a presentar a algunos caballeros.
Yo procuré ponerme a tono con la índole social de cada uno de aquellos señores que me presentaban.
-El banquero Rodríguez, de la Banca Rodríguez-Pérez de Copenhague...
-Beso a usted el talonario de cheques, caballero -le dije al banquero-, y le ruego que me ponga a los pies de la ventanilla de Cuentas Corrientes...
El banquero me miró con desconcierto.
La condesa siguió presentándome; ahora me señalaba a un señor con cara de azucarero.
-El agregado a la Legación del Sudán -me advirtió.
-Caballero -exclamé-, le estrecho a usted los dátiles.
Nuevo asombro del diplomático.
-El cirujano Permuyos...
-Siento un verdadero bisturí en oprimirle la mano, señor mío...
El cirujano también quedóse ligeramente turulato, pero no me repuso nada. Entonces la condesa me llevó a un grupo de muchachas elegantísimas. Celebré la decisión de mi ilustre amiga, porque prefiero la muchacha más tonta al hombre más listo, y en aquella ocasión la condesa no me presentó a una muchacha tonta, sino a doce. Las doce eran lindas, con esa clase de belleza que ahora está en moda entre las jóvenes y que consiste en alargarse las cejas hasta la nuca, de forma que den la vuelta al cráneo.
-Hijas mías -habló la condesa-. Os presento a Quinquín (ignoro por qué me llamaba Quinquín sin haberla ofendido en nada), a quien conoceréis de sobra por sus escritos. Es muy simpático, muy feo y está soltero. A ver cómo lo tratáis... ¡Ah! Además tiene talento...
Y se fue a otro grupo, dejándome un poco avergonzado.
Para comprender si realmente yo tenía talento, aquellas señoritas inspeccionaron el frac y sólo cuando se dieron cuenta de que estaba hecho a la medida me empezaron a hacer preguntas.
-¡Qué bien! Un escritor... -maulló una de ellas-. ¿Quiere usted decirnos qué es el amor?
Les di una respuesta adecuada:
-El amor, en mi opinión, es un estado de ánimo por medio del cual dos personas logran ponerse en ridículo a los ojos de los demás.
-Y de nosotras, ¿qué opina usted?
-Que sí.
-¿Habla usted inglés?
-Lo bastante para poder comer naranjas.
-¿Ha leído usted...?
-Yo no leo más que a Emilio Salgari, de literatura seria.
-¿Y de literatura cómica?
-Carlos Marx.
En aquel instante la orquesta comenzó a tocar un fox y fui a buscar a la condesa. Bailé con ella lo suficiente para que tuviera que ir a cambiarse de zapatos.
Después se me acercó un joven de mirada lánguida y me confesó que era galán cinematográfico. Se quedó algo triste cuando le dije que sus gestos me gustaban mucho, pero que, no obstante, su porvenir estaba en dar conferencias por la Radio.
En seguida charlé con un señor cincuentón que se apresuró a comunicarme que su esposa iba a cantar al piano una romanza.
-No es lo peor que la cante al piano -le dije-. Lo peor es que nos la cantará a nosotros también.
-Yo la animo para que dé el do de pecho -murmuró aquel caballero- porque como dicen que de esfuerzos así pueden sobrevenir ataques al corazón...
-La muerte es demasiado dulce -le advertí.
-No lo ignoro. Pero, ¿qué hacer?
-¡Diablo! Imítela usted. Cante romanzas.
-Tiene usted razón. Esta noche, al acostarnos, empezaré con El pescador de perlas...
La señora cantó su romanza y sus esfuerzos por imitar los graznidos de los avestruces tuvieron un buen éxito. Al acabar todos aplaudieron, yo también.
-¿Le ha gustado? -me preguntó el marido con asombro.
-No.
-Entonces, ¿por qué aplaude?
-Porque ha concluido y ahora soy feliz.
-¡Ah!
Pasamos al buffet; bebí bastante; la fiesta me pareció agradable, la condesa distinguida, y los concurrentes, inteligentísimos; quiero decir que me emborraché.
Al día siguiente leí en los periódicos la descripción de la fiesta de la condesa, y la reseña me convenció de que la noche anterior me había divertido mucho y de que desde Roma cesárea hasta nuestros días no había habido orgía más exquisita que la que se celebró el viernes pasado en casa de mi amiga.
Hoy han venido a avisarme para que fuera a una fiesta en casa de la marquesa de Irones. He asesinado al criado de la marquesa y he descuartizado el cadáver.
Espero la llegada de la policía.
ENRIQUE JARDIEL PONCELA, Máximas mínimas, Buenos Aires, Editorial Juventud Argentina, 1957, pp. 220-224
En las imágenes vemos a Grace Kelly y Bing Crosby en "Alta Sociedad" (1956).