El maravilloso mundo de las abejas
 
La abeja es una de las creaciones más admirables de la naturaleza. Lo que más nos impresiona de las abejas es su aptitud casi humana para vivir en grandes colectividades, rindiendo al trabajo un culto fervoroso y subordinando la vida entera del individuo al bienestar y supervivencia de todos.

De ahí que muy poco nos diría la ciencia si no se impregnara espontáneamente de poesía cuando fija la mirada sagaz en este insecto que construye ciudades, crea industrias, almacena víveres, cría y educa a sus hijos en austeras escuelas, organiza policías de aseo, improvisa ejércitos y en todo momento da la vida por su reina y su colmena.

Un desinterés abnegado preside cada uno de sus actos, y cuando la colmena que fundara alcanza la recompensa del bienestar y la riqueza, la deja un día cualquiera en manos de los jóvenes, y el viejo enjambre levanta vuelo hacia otra aventura, dando la espalda al pasado, y otra vez pobre y vagabundo emprende jubilosamente la fundación de una nueva colmena en parajes desconocidos, donde ningún recuerdo lo llama.

La colmena es un país diminuto y amurallado como las antiguas naciones de los hombres; su arquitectura es perfecta. Allí imperan el orden, la ley y acaso la conciencia de un destino. La forma de gobierno que inculcó en la colmena el genio político de la especie es una monarquía, encarnada en una reina que jamás conoció rey consorte, única, soberana, majestuosa, señora y madre. Pero no es una monarquía absoluta, no estamos en presencia de una Cleopatra, ni de una Catalina, ni de una Médicis, ni de cualquier otra reina humana que hiciera de su capricho mandato tiránico e inapelable. Todo nos indica, pues, que estamos en el seno de una monarquía constitucional que, como la inglesa, reina, pero no gobierna. Es una sociedad de clases: la real, encarnada en la reina madre, única hembra fecunda de la colmena que da los huevos sagrados del porvenir; la de las obreras, estériles, vírgenes consagradas a su reina y al trabajo, y los zánganos, machos que por sus hartazgos parasitarios nos parecen de la clase privilegiada, aunque con un trágico precio pagan su regalada existencia.

En las colmenas también suceden duelos. Puede ocurrir que una reina de otro enjambre, extraviada quizá durante el vuelo nupcial, se introduzca en una colmena ajena. En este caso, las obreras estrechan a la intrusa en un círculo asfixiante y opresor hasta privarla del aire y causarle la muerte; pero jamás desenvainarán contra ella sus aguijones porque, aun siendo forastera y por mucha que sea la cólera que su presencia desata, no olvida jamás la casta a que pertenece y se abstienen de usar las armas. La reina, por su parte, estimando que rebaja su aristocracia al cruzar armas con plebeyas, tampoco esgrime su aguijón contra la chusma y prefiere la muerte a la deshonra. Lo más frecuente es que sea la propia reina casera la que dé cuenta de la intrusa, y lo hace entablando un feroz duelo a muerte en el que las obreras se abstienen de intervenir. Si ocurriera que en la lucha pereciese la reina titular y no hubiere momentáneamente reemplazante, terminan acatando a la intrusa y le rinden en el acto los honores reales.

La abeja doméstica (Apis mellifica de Linneo) nos regala su miel, nos abastece de cera, y en sus viajes incesantes de flor en flor, poliniza plantas y árboles. Oriunda de Europa y del Asia Menor, introducida en América después de Colón, y aclimatada hoy en las más opuestas latitudes del globo. El hombre (el apicultor) se hace verdaderamente amo de las abejas, amo furtivo e ignorado, que todo lo dirige sin dar órdenes y es obedecido sin que lo reconozcan.

No es, pues, raro que tan prodigiosa criatura, sólo observada atentamente a partir del siglo XIX, fuera ensalzada por la poesía hace ya siglos, en las bellas estrofas del Cantar de los cantares; que los griegos la honrasen en el mito de Aristeo; que Virgilio la inmortalizara en sus Geórgicas; que un pontífice (Urbano VIII) la hiciera emblema de sus armas; que un famoso emperador (Napoleón I) dispusiera que se bordara el manto imperial con sus pardas imágenes.

Véase: Enciclopedia Ilustrada Cumbre, t. 1, México, Editorial Cumbre, 1964, pp. 8-19


En la imagen apreciamos la réplica del manto púrpura utilizado por Napoleón I en su coronación, repujado con abejas de oro y bordado con ramas de olivo, laurel y roble, medía 22 metros cuadrados y pesaba 40 kilos.