Un dominico pro británico
 
Fray Gregorio Torres, Ministro Provincial de la Orden de Santo Domingo, sorprende gratamente al flamante Gobernador de Buenos Aires con el siguiente discurso de adhesión:

“Excelentísimo Señor: Venimos en nombre de los cuerpos que representamos y en cumplimiento de las capitulaciones celebradas ayer en esta ciudad, dar a V.E. la debida obediencia y las gracias más afectuosas por la humanidad con que han tratado a este honrado y fiel vecindario las armas victoriosas de V.E., y aunque la pérdida de un gobierno en que se ha formado un pueblo suele ser una de las mayores desgracias, también ha sido muchas veces el principio de su gloria. Yo no me atrevo a pronosticar el destino de la nuestra, pero si aseguro que consolarán en la que hemos perdido ayer, pues aun cuando nosotros y V.E. profesamos distinta religión como podría suceder, ambos debemos convenir en que hay un Dios que premia a los buenos y leales y castiga a los malos y pérfidos. Este principio sagrado y la fidelidad inviolable a su palabra, que hacen uno de los ornamentos principales de la nación inglesa, nos inspira la mayor confianza en que V.E. nos haga la honra de persuadirse que no solo no faltaremos a lo prometido, sino que nuestra conducta y persuasión servirán de ejemplo y estímulo a los demás.
“La religión nos manda respetar las potencias seculares y nos prohíbe maquinar contra ellas, sea la que fuere su fe, y si algún fanático o ignorante atentare contra verdades tan provechosas, merecería la pena de los traidores a la patria y al Evangelio. Yo confío en aquel Dios que es el árbitro soberano de la suerte de sus imperios, que jamás caeremos, ni aun por pensamiento en semejante delito. He concluido”.

Las mencionadas "capitulaciones" protegían la religión católica, el culto en todo su ejercicio, las personas, las propiedades y el comercio.

Es el sábado 28 de junio de 1806 y el gobernador de Buenos Aires por “derecho de conquista” es William Carr Beresford, quien le solicita al fraile Torres que le pase por escrito tan halagadora arenga. Poco después, llega a manos de Beresford el apreciado texto, firmado por el mencionado prior de los Predicadores, fray Gregorio Torres, fray Pedro Sullivan, Provincial de los Franciscanos, fray Francisco Tomás Chambo, guardián de San Francisco, y fray Manuel Antonio Aparceres, guardián de la Recoleta, con excepción del irreductible fray Nicolás de San Miguel, de los Betlehemitas, que valientemente se negó a poner su rúbrica.

Curiosamente, al día siguiente, domingo 29 de junio, el futuro héroe de la reconquista de Buenos Aires, don Santiago de Liniers, mantiene una conversación con el fraile Torres, a quien le manifiesta: “Hoy mismo, en el transcurso de la misa, he hecho ante la imagen sagrada de la Virgen un voto solemne. Le ofreceré las banderas que tome a los británicos si la victoria nos acompaña. Yo no dudo que la obtendré si marcho a la lucha con la protección de Nuestra Señora”. Más adelante, Liniers cumplirá su promesa entregándole al convento de Santo Domingo las dos banderas tomadas al Regimiento 71, la del Batallón de Infantería de Marina y la que estaba enarbolada en el Retiro, dedicándosela a Nuestra Señora del Rosario durante un solemne y pomposo acto militar celebrado el 24 de agosto de 1806. Las otras dos banderas, la del Batallón de Santa Elena y la que flameaba en el Fuerte, fueron enviadas posteriormente al convento de Santo Domingo de Córdoba.

También le tocó al Ilustre Cabildo de Buenos Aires definir su posición ante el gobierno británico, resultando que todos los cabildantes aceptaron la confirmación en sus cargos concejiles ofrecida por Beresford, razón por la cual la corporación municipal, integrada por cinco españoles y cuatro criollos –Lezica, Ocampo, Belgrano y Mansilla–, continuó en el pleno ejercicio de sus funciones legales, así civiles como criminales.

Aquel sábado 28 de junio amaneció lloviendo, las calles de Buenos Aires permanecían casi desiertas, las casas de comercio, cafés y pulperías cerradas, como si la ciudad estuviera de duelo.

A las nueve de la mañana, los porteños que merodeaban por la Plaza Mayor pudieron observar que en el Fuerte se izaba el pabellón británico, con todos los honores y salva de artillería, contestada con estruendosos cañonazos desde las naves inglesas que se encontraban ancladas frente a la ciudad.

Una vez cumplido el severo ceremonial, luego de las salvas de marina, recién le tocó al comodoro sir Home Popham desembarcar del buque insignia para presentar sus saludos y felicitar al mayor general Beresford.

Sin embargo, ni aquellos estruendos sacaron al vecindario de su traumático letargo; por el contrario en el Fuerte la actividad había comenzado desde muy temprano, por cuanto el Excelentísimo Señor Mayor General, Comandante en Jefe y Gobernador de Buenos Aires, William Carr Beresford, luego de nombrar al teniente coronel Denis Pack, Comandante de la Guarnición y confiarle al capitán de Marina Martín Thompson, la Capitanía del Puerto, comenzaba la dura tarea de organizar la administración del gobierno militar del flamante dominio británico, conquistado con mucha audacia y pocos recursos.

Consecuentemente, Beresford convocó a los integrantes de la Real Audiencia, el Cabildo, el Consulado y la Iglesia para anunciarles que continuaban prestando sus distintas funciones, de acuerdo con las leyes españolas, y es en esa reunión cuando de improviso tomó la palabra el fraile Torres para expresar su desdoroso discurso.

La población reaccionó de muy distinta forma ante el invasor pues tanto los funcionarios del gobierno virreinal como la clase dirigente mantuvieron una actitud condescendiente, por lo contrario, el pueblo en general, mostró su descontento y desde el comienzo se opuso abiertamente al león británico.

Mariquita Sánchez de Thompson recordaba que “el regimiento 71 de Escoceses, mandado por el general Pack; las más lindas tropas que se podrán ver, el uniforme más poético, botines de cinta punzó cruzadas, una parte de la pierna desnuda, una pollerita corta, una gorra de una tercia de alto, toda formada de plumas negras y una cinta escocesa que formaba el cintillo; un chal escocés como banda sobre una casaquita corta punzó. Este lindo uniforme, sobre la más bella juventud, sobre caras de nieve, la limpieza de estas tropas admirables, ¿qué contraste [con las milicias porteñas] tan grande?”. Mariquita agrega:

“Todo el mundo estaba aturdido mirando a los lindos enemigos y llorando por creer ver que eran judíos y que perdiera el Rey de España, esa joya de su corona”.

Los oficiales de Beresford fueron alojados en las casas de los vecinos principales, quienes les dispensaron numerosos agasajos en su honor. Allí deslumbraron al sexo débil con sus vistosos uniformes, haciendo gala de finos modales y atentos galanteos. La cordial relación social con los invasores, tan criticada por el pueblo llano, también se daba en los conciertos que la banda del 71 de Highlanders ofrecía por las tardes en el paseo de la Alameda. La popularidad de aquellos conciertos pronto hizo que el maestro de la banda del 71 fuera requerido como profesor de música por muchas familias influyentes de aquel entonces.

Al mediodía del lunes 7 de julio de 1806, por disposición de Beresford, se presentaron en el Fuerte los cabildantes, los miembros del Real Consulado, los militares y los eclesiásticos para prestar juramento de fidelidad a su majestad Jorge III de Inglaterra, con las honrosas excepciones de los miembros de la Real Audiencia y del Tribunal de Cuentas, que solicitaron permiso para retirarse de la ciudad y unirse al virrey prófugo. También se notaron las ausencias del consiliario Francisco Ignacio de Ugarte, del secretario del Consulado Manuel Belgrano y de su sustituto Juan José Castelli.

Asimismo, a invitación de Beresford, un grupo de cincuenta y ocho genuflexos vecinos, –entre los que muy probablemente estaba Juan José Castelli, siendo en su mayor parte comerciantes–, voluntariamente prestó juramento de adhesión a Su Majestad Británica. Sus nombres permanecen en el anonimato por haberse extraviado el libro que los registró.

Beresford había advertido la existencia de un grupo de personas poco afectas al dominio español, en cuyas mentes ya habían germinado ideas revolucionarias y que, en un principio, llegaron a creer sinceramente que la expedición británica traía como objetivo principal apoyar la independencia de estas posesiones. Sin embargo, al carecer de instrucciones definidas en cuanto a las verdaderas intenciones de su gobierno, debió evitar comprometerse con esa facción, lo cual le quitaba toda posibilidad de sustento político, debiendo confiar solamente en sus escasas fuerzas militares y ganar tiempo en espera de refuerzos.

En circunstancias similares, sir Francis Drake no hubiera tenido dudas; una vez capturados los caudales, incendiaba la ciudad y regresaba enriquecido y triunfante a Plymouth. Pero la época de los célebres filibusteros ya había quedado en el recuerdo, por lo que Beresford debió asumir la responsabilidad que se le había confiado con tan escasos recursos y muy poca experiencia política.

No todos los temas estuvieron librados a la improvisación de los conquistadores; curiosamente un asunto secundario como la urbanización de Buenos Aires, ya había sido estudiado con anticipación y planificado detalladamente por los británicos antes de poner proa hacia el Río de la Plata. El proyecto preveía el trazado de arboladas avenidas, diagonales, plazoletas y rond-points para mejorar la circulación del poco práctico damero porteño y embellecer la ciudad.

Aquel ambicioso proyecto quedó testimoniado en un detallado “Plano de la Capital de las Colonias Inglesas en el Río de la Plata” que nos sugiere el hipotético aspecto que tendría hoy Buenos Aires de haber sido urbanizada por los británicos. Al margen de las divagaciones edilicias que pueda suscitar a los urbanistas, el documento constituye una prueba más de las pretensiones británicas en el Río de la Plata.

Recapitulemos entonces. Al mediodía del miércoles 25 de junio de 1806 los británicos habían desembarcado en nuestras playas, siendo bien recibidos por parte de los vecinos de Buenos Aires luego de su ocupación (27 de junio al 12 de agosto de 1806); los ingleses pretendieron quedarse en nuestras tierras pero el pueblo, liderado por el futuro Conde de Buenos Aires, don Santiago de Liniers y Bremond, los echó dos veces consecutivas, hasta que en enero de 1833 usurparon las Malvinas y, sin embargo, regresaron a nuestras costas para establecerse como pacíficos comerciantes.

Véase: BERNARDO P. LOZIER ALMAZÁN, Beresford. Gobernador de Buenos Aires, Buenos Aires, Galerna, 1994, pp. 71-114


El autor de esta obra, logra aproximarnos al militar y político que nos ocupa de tal manera que nos permite recrear los episodios históricos desde la óptica británica, dejando al descubierto aspectos hasta ahora desconocidos del reverso de esta historia.
Complementariamente enfoca sus poco conocidas actuaciones posteriores: incursiones en la corte bragantina de Río de Janeiro –desde donde siguió influyendo activamente en la política rioplatense–; su protagonismo exitoso en la Guerra Peninsular junto a Wellington; su participación en la arena política en la Cámara de los Lores y su retiro final en Beresford Hall.
Este libro llena un importante vacío en la historiografía argentino-británica, al tiempo que constituye la más completa biografía del “bravo y honorable Beresford”, como lo define Manuel Belgrano.

La ilustración consiste en el retrato de Beresford.