Esgrima hindú
 
En una escuela clandestina de Calcuta, durante el otoño de 1936, el teniente británico David Tewp presencia una clase de kalaripayatt, la ciencia hindú del combate con arma blanca y con las manos desnudas, antiguo y bello arte inspirado en combates animales que hacía ya tiempo que no estaba autorizado por los ingleses. Anonadado por el fantástico espectáculo, Tewp hace un minucioso relato del mismo:

“Dos hombres se saludaron, con las palmas juntas y el busto erguido, y acto seguido su cuerpo se recogió de pronto sobre sí mismo, con las rodillas dobladas y las manos abiertas tendidas hacia delante como si fueran garras, y luego se distendió para precipitarlos uno contra otro en un torbellino de polvo en el interior del cual giraban y peleaban como gatos salvajes. Sus movimientos, vivaces y furiosos, eran incisivos, terriblemente precisos. En mi vida había visto un combate como aquél. Los saltos que estos dos hombres efectuaban eran de una amplitud y una belleza prodigiosas, como si se hubieran liberado de su peso. Finalmente uno cayó al suelo y su adversario se precipitó sobre él, con los talones apuntando a su garganta. Si no hubiera apartado los muslos en el último instante para posar los pies sobre el polvo, a los dos lados del rostro del perdedor, no cabe duda de que éste hubiera acabado con la garganta destrozada y hubiera muerto asfixiado.
“Un poco apartadas, vi a dos mujeres entrenando. Una, de blanco, llevaba un pequeño escudo redondo sobre su antebrazo izquierdo y sostenía una larga cinta de acero flexible en su mano derecha. La otra, vestida de azul, manejaba una lanza de punta aguzada, montada sobre un asta de madera de unos siete pies de longitud. Su enfrentamiento era encarnizado, acaso más espectacular que el duelo de los hombres. La cinta de acero que la combatiente del escudo sostenía con una especie de empuñadura cruciforme era tanto un látigo como una espada, y hendía el aire a su alrededor emitiendo horribles bufidos. La otra respondía lanzando golpes de filo y de estoque con su pica, haciendo deslizar de pronto entre sus dedos el mango aceitado para sorprender a su adversaria y descargar contra ella increíbles reversos. Sin duda ésta se veía favorecida por el mayor alcance de su arma, y juzgué que era también la más experimentada: utilizaba bien la respiración y procuraba alternar con regularidad sus fases de ataque y de defensa. Su adversaria, que visiblemente tenía menos experiencia en su arte, trataba, al contrario, de lanzar tantas ofensivas como podía, pero se agotaba pronto con este juego y podía verse que cada segundo que pasaba le hacía perder fuerzas y aliento. Finalmente, cuando parecía encontrarse ya al límite de sus fuerzas, la portadora del escudo soltó de pronto sus dos armas, el redondel de madera y el látigo de acero, y las lanzó lejos, abriendo ampliamente los brazos como una crucificada, ofreciendo sin presentar resistencia su pecho a la punta de su enemiga. Pero entonces, mientras todos contenían la respiración y la punta de acero estaba a punto de penetrar en la carne, sucedió algo increíble. Con sus palmas desnudas, como si cerrara las manos para aplastar a un insecto en pleno vuelo, la muchacha bloqueó la hoja de la pica con una presión tan intensa que la onda de choque repercutió en el asta, haciéndola vibrar con tanta fuerza que la combatiente que la sostenía la soltó. La muchacha de blanco recuperó con una torsión del cuerpo el arma que caía, y la giró con la velocidad del relámpago para apuntar con ella a la frente de su desorientada adversaria”.

Tewp quedó sin aliento, y su corazón debía de palpitar tan rápido como el de las gladiadores, si no más. Deseaba ver más combates pero tuvo que seguir su camino...

Véase la novela de: PHILIPPE CAVALIER, Los ogros del Ganges, Barcelona, Mosaico, 2010, pp. 236-238