En El secreto de Leonardo da Vinci encontramos una apasionante aventura de capa y espada. Eduardo González, psicoanalista y premiado escritor de novelas policiales, traslada a los homónimos de los mosqueteros de Dumas a la Quebrada de Humahuaca para batirse a duelo con el argentino Pilo Montaliú, hacker, detective privado y héroe de niños y adolescentes.
En Yavi, ¡hay que ponerse en guardia!:
Pasó el tiempo y el cansancio se hizo sentir en el cuerpo. Nos rodeaba el silencio y el arrullo de los animales nocturnos. El vuelo de un murciélago resonó en la noche. Se escucharon pasos. Alguien se acercó a la carpa. Subió el cierre y entró. Me sobresalté. Era Porthos vestido con traje de mosquetero. Sacó los grilletes de mis tobillos y me hizo salir. Yo tenía razón, se había arrepentido; él también era un idealista.
Me llevó hasta un lugar alejado del monte. La luna iluminaba el campo con luz plateada. En la tierra habían trazado un círculo blanco. Seis antorchas delimitaban el lugar haciendo danzar las sombras. El viento era frío. Aramís y Athos, sentados sobre un tronco, bebían en vasos de metal. Al lado, una mujer igual a La Gioconda cantaba y un hombre la acompañaba con una guitarra: el cuarto mosquetero, DArtagnan. Se paró. Era alto, vestía ropa de época, un sombrero con pluma y botas altas. Desenvainó el florete y se acercó a Porthos.
-Eres un traidor -le dijo-. ¿Todavía crees en la Humanidad?... ¡Iluso!
Antes de que pudiera reaccionar lo atravesó con la espada. Sentí terror. D Artagnan avanzó hacia mí y apoyó la punta del florete ensangrentado sobre mi pecho.
-Ahora somos Los Tres Mosqueteros, sobraba uno -rió estruendosamente-. ¡En guardia!
Aramís arrojó una espada que giró en el espacio, yo alcé la mano y la atrapé en el aire. Empezamos a luchar. Los floretes al cruzarse hicieron chispas. DArtagnan se arrojó contra mí y lo esquivé. El sudor corrió por mi espalda y sentí frío. Si mi madre hubiera estado allí me hubiera hecho poner el saquito inmediatamente. Peleamos a brazo partido. Una y otra vez, nuestros aceros se cruzaban. Yo movía la espada a diestra y siniestra. Varias veces la punta de su florete pasó cerca de mi cara. Seguimos luchando.
-¡Vaya que eres bueno! -sonreía DArtagnan.
Arremetí contra él y con destreza esquivó mi estocada, que pasó a milímetros de su corazón. Mi enemigo intentó atropellarme, me escurrí y se llevó por delante una de las antorchas. Furioso, levantó la antorcha y la arrojó hacia mí. Me agaché y pasó por arriba de mi cabeza. Se vino al humo, estaba agitado. Los aceros volvieron a chocar haciendo chispas. Retrocedí y aproveché un instante de distracción, hice zumbar mi florete infligiéndole un corte en la mejilla; enseguida volví a arremeter golpeando con fuerza la cazoleta de su espada que salió volando.
-¡Diantre! -gritó-. Miren al chaval.
Me acerqué y apoyé la punta de mi espada sobre su garganta.
-Suelte a mis amigos-.
De pronto vi que algo brillaba. En el fragor de la pelea no me había dado cuenta de que DArtagnan tenía un trabuco en la mano izquierda y el caño del arma me apuntaba.
Nos quedamos en silencio. El menor movimiento podía ser fatal para los dos. Bajé la espada y él el trabuco.
-Eres un gran adversario -dijo DArtagnan enjugándose el sudor con el dorso de la mano.
-¡Diantre! ¡Qué pena! -se acercó Aramís-. Es una real pena que tú estés en el bando contrario.
Me tomó de la solapa y empezó a zarandearme.
-Vas a morir -seguía sacudiéndome con fuerza-. ¿Cuál es tu último deseo?
Tragué saliva y con la voz a punto de quebrarse murmuré:
-Saber por qué Los Tres Mosqueteros son cuatro.
Pilo se despertó sobresaltado. Dicen que la vida es sueño
Fuente: Eduardo González, El secreto de Leonardo da Vinci, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2005, pp. 172-178.