La primera acción de comandos en la Historia, por Alberto N. Manfredi (h)
Durante la Guerra de Troya, los griegos idearon un plan para atravesar sus infranqueables defensas y apoderarse de la ciudad. Construyeron un gran caballo y en su interior introdujeron una tropa de elite que debía operar tras las líneas enemigas. Es el primer antecedente de una acción de tipo comando en la Historia y como no podía ser de otro modo, fueron los antiguos helenos quienes la bosquejaron y pusieron en práctica.
La historia es harto conocida, por lo que no es necesario abundar en detalles. Ocurrió en las costas occidentales de Turquía, cerca del acceso al mar Propóntide, en la Tróade, sitio donde las ruinas de Troya conmueven y cautivan a quienes las visitan.
Por muchos años se dijo que se trataba de una fantasía ideada por Homero para ensalzar a los dioses, pero un día, un alemán apasionado, Heinrich Schliemann, le mostró al mundo que fue todo verdad. Allí estaban los vestigios de la gran Ilión, en el mismo sitio que señalaba el sabio griego, los palacios, las murallas, los templos y las defensas. Y se supo entonces que el gran literato no era escritor sino historiador.
La leyenda dice que Paris, hijo menor del rey Príamo y hermano del épico Héctor, raptó a la bella Helena, esposa de Menelao de Esparta y se la llevó consigo a su tierra. Como solía suceder cuando Grecia era amenazada desde el exterior, los aqueos, como lo harían después dorios y jonios, se unieron en una sola fuerza y al mando de Agamenón, rey de Micenas y hermano del despojado soberano espartano, abordaron sus naves y dejaron sus costas para vengar la afrenta, llevando el mayor ejército que la Hélade hubiera reunido jamás.
Ahí iban Aquiles y sus mirmidones, el gigantesco Ajax, el astuto Ulises, rey de Itaca; el bravo Diómedes, el deshonrado Menelao y el soberbio Agamenón, todos unidos, decididos a lavar el honor y acabar con un enemigo poderoso, que podía convertirse en algún momento, en una seria amenaza.
La realidad pudo haber sido otra, una guerra por el control del Egeo, tal vez; la necesidad de asegurar las rutas comerciales o destruir una ciudad que era cabeza de una federación poderosa, integrada por reinos fuertes y prósperos como Licia, Caria, Micala, Lidia, Meonia, Misia, Licia, Arconeso y Frigia, los cuales, podían unir sus fuerzas para atacar la Acaya y los reinos vecinos.
Lo cierto es que los griegos, mancomunados en un solo bloque, desembarcaron en las costas ilíricas y luego de duros combates aseguraron sus posiciones, pero los troyanos se encerraron en su metrópoli y al amparo de sus inexpugnables muros, resistieron durante diez años, desgastando de a poco a la fuerza enemiga.
En ese lapso, se sucedieron todo tipo de situaciones, actos de arrojo, acciones de heroísmo, epopeyas dignas del Olimpo, crímenes, infamias miserias, todo a ojos de aquel paredón infranqueable que parecía resistir las edades del tiempo y la eternidad de los dioses.
Un día el invasor comprendió que de no hacer algo urgente, la expedición iba a abortar y eso lo obligaría a regresar vencido y humillado.
Ya habían caído muchos hombres, verdaderos titanes, héroes de leyenda la mayoría, cuyos huesos se transformarían en polvo y su memoria pasaría al olvido si no se obtenía la victoria.
Fue el astuto Odiseo de Itaca, el inmortal y apreciado Ulises, quien se presentó un día con la solución.
Era necesario talar los bosques, acopiar madera, fabricar resina y juntar todas las cuerdas que fuese posible para construir un gran caballo que sería presentado como una ofrenda a los dioses de Troya que acababan de alzarse con tamaña victoria. Debería tener grandes proporciones, para que un grupo de hombres armados se introdujera en él y una vez dentro de la ciudad, abriría al ejército las grandes puertas de acceso.
Agamenón, Menelao y los demás reyes escucharon con atención y cuando el primero preguntó cómo sabría el enemigo que se trataba de una ofrenda, Ulises le explicó que entre los soldados había un actor, Sinón, quien fingiría haber desertado y solicitaría asilo entre los vencedores. Él sería el encargado de explicar que el caballo era un obsequio de los vencidos en reconocimiento a la grandeza troyana y sus dioses y así ocurrió. Los aqueos talaron los bosques, hicieron resina, juntaron sogas y construyeron un grandioso equino, que sobre una base de seis ruedas, dejaron abandonado en la playa antes de simular su retirada.
La leyenda dice que cuarenta soldados, capitaneados por el mismo Ulises, se introdujeron en su interior y allí esperaron durante horas, hasta que los troyanos se percataron de su presencia.
Es fácil imaginar al grupo de hombres que, alertados por algún explorador, se acercó hasta el lugar, para contemplar azorado tamaña maravilla. Muchos autores sitúan a Príamo y Paris entre ellos y a éste último desconfiando del presente. Incluso le habría arrojado una lanza, que quedó fuertemente clavada en la madera. Aun así, los troyanos se creyeron el cuento, más cuando brazos fornidos arrojaron a Sinón a los pies del soberano y éste, simulando temblar, suplicó por su vida y explicó de qué se trataba aquello.
Es evidente que después de diez años, la gente de Ilión estaba exhausta y en lo más hondo de su corazón rogaba porque todo terminara. Decidieron conducir el caballo hasta la ciudad y anunciar a los cuatro vientos que los griegos se habían retirado y la contienda había finalizado.
Era la victoria, el tan anhelado triunfo, por lo que el pueblo salió a las calles y pleno de felicidad danzó, cantó y festejó a lo grande mientras el descomunal equino atravesaba las inexpugnables defensas y rodaba por las pobladas calles, tirado por numerosos guerreros, a la vista de la multitud. Fue necesario romper el capitel de la puerta principal, para que pudiera pasar, pero valía la pena hacerlo porque se trataba de un triunfo como nunca habían alcanzado los troyanos desde que Ilo, hijo de Tros, fundara la ciudad.
Hubo ceremonias de agradecimiento a los dioses, celebraciones, desfiles, bailes y algarabía al tiempo que el vino y la cerveza corrían a mares. Y así siguieron todo el día hasta que el sol se ocultó y las penumbras lo invadieron todo.
En el interior del caballo, los comandos aguardaban en silencio, inmóviles, abrazados por el calor, sin agua ni alimentos, respirando aquel aire enrarecido, que se mezclaba con el olor de la resina, listos para entrar en acción cuando las circunstancias lo indicasen. Se los había escogido entre los más resistentes y mejor preparados, de ahí la tensión que soportaban pues de ellos dependía la victoria.
Fue en plena noche, cuando la confiada población dormía profundamente, agotada de tanto beber y celebrar, que una sombra furtiva se deslizó por las calles, procurando no ser vista. Era Sinón, el soldado-actor, quien intentaba llegar al caballo para dar la señal.
Las calles se hallaban desiertas, las sombras apenas eran quebradas por la luz de alguna antorcha y hasta los efectivos que vigilaban los accesos se hallaban entregados al sueño.
El momento de actuar había llegado, por lo que el griego cruzó una calle y llegó a la plazoleta donde se alzaba imponente el corcel. Una vez junto a él, echó una última mirada a su alrededor y alzando el madero que llevaba en la diestra golpeó tres veces una de las patas, indicando a los guerreros, en el interior, que podían salir.
Los hombres de Ulises descorrieron la tapa simulada que cerraba el vientre del equino y después de desplegar una soga, comenzaron a descender.
Mientras corrían hacia las puertas, decididos a asesinar a los guardias, Sinón hizo lo propio hacia lo alto de las murallas y asomado entre las almenas, agitó su antorcha, indicando a los suyos, ocultos por la noche, que la poderosa urbe estaba a su merced.
Para entonces, Ulises y sus comandos habían acuchillado a los soldados en las puertas y abrían sus hojas, de par en par.
Lo que sigue es más que sabido. Los griegos entraron a sangre y fuego, asesinando, degollando, saqueando e incendiando. Príamo y su familia fueron masacrados, incluyendo al pusilánime Paris, Helena recuperada y el honor quedó a salvo. Sólo unos pocos lograron escapar, guiados por Eneas, para iniciar un prolongado periplo que los llevaría hasta Italia, en uno de cuyos ríos levantarían una ciudad, Alba Longa, de la que muchos años después, saldrían los fundadores de Roma.
El asalto de Troya fue el golpe de mano más genial que recuerde la Historia, la primera incursión de una fuerza de elite tras las líneas enemigas, en la que un grupo reducido de hombres, equipado y bien entrenado, llevó a cabo una misión de alta peligrosidad de resultas de la cual, las fuerzas de su país obtuvieron la victoria. Y como no podía ser de otro modo, fue la milenaria Grecia la que lo ideó y concretó.
Hoy los historiadores teorizan sobre si el hecho realmente ocurrió, si hubo un caballo de madera en el que un grupo comando logró filtrarse para capturar la población y un rey llamado Ulises (Odiseo) que los comandó. Deducen y especulan como lo hacían antes de Schliemann, asegurando con el mismo apresuramiento y falsa erudición que hoy nos muestran los documentales de los canales por cable, que Ilión jamás existió y que fue todo imaginación del gran literato del mundo antiguo.
Tráiler de Helena de Troya, de Robert Wise, 1956
Tráiler de Troya, de Wolfgang Petersen, 2004
Diane Kruger como Helena de Troya en la versión del 2004